Desenredar una ilusión Los resultados no parecen estar a la altura de lo
anunciado y ya se formulan muchas dudas que contribuyen a desmontar el mito de
la democracia digital. ¿Ha aumentado Internet la esfera pública? ¿Hasta qué
punto ha hecho posible nuevas formas de participación? Daniel Innerarity 2 MAR
2012 La Red lleva años suscitando unas ilusiones de democratización que no se
corresponden del todo con los resultados esperados. Nos habían anunciado la
accesibilidad de la información, la eliminación de los secretos y la disolución
de las estructuras de poder, de tal modo que parecía inevitable avanzar en la
democratización de la sociedad, renovando nuestra tediosa democracia o
implantándola en sociedades que parecían protegidas frente a los efectos más
benéficos de la Red. Los resultados no parecen estar a la altura de lo
anunciado y ya se formulan las primeras teorías de dicha desilusión que
pretenden desmontar el mito de la democracia digital. Es muy humana la ilusión
que alimenta toda innovación tecnológica. Marx creyó que el ferrocarril
disolvería el sistema de castas en la India; el telégrafo fue anunciado como el
final definitivo de los prejuicios y las hostilidades entre las naciones;
algunos celebraron el avión como un medio de transporte que suprimiría, además
de las distancias, también las guerras; sueños similares acompañaron al
nacimiento de la radio o la televisión. Ahora contemplamos estas suposiciones
con ironía y desdén, pero en su momento parecían una promesa verosímil. Las
tecnologías a las que debemos el actual despliegue de las redes sociales no han
sido ajenas a tal fenómeno, en este caso, además, con buenas razones. Es lógico
que una tecnología que empodera, vincula libremente y facilita el acceso al
conocimiento despierte ilusiones de emancipación democrática. El relato
anarco-liberal de los fundadores de Internet ha contado con recitadores de todo
el espectro ideológico, a derecha e izquierda. Los cyber-cons han sobrevalorado
siempre el efecto democratizador de la libre circulación de información, tal
como pareció acreditarse en la caída de los regímenes comunistas. Por otro
lado, antiguos hippies acabaron en las universidades y los centros tecnológicos
tratando de probar que Internet podía proporcionar lo que prometieron los años
60: mayor participación democrática, emancipación individual, fortalecimiento
de la vida asociativa… El entusiasmo ante la tecnología ha simplificado la
visión de sus efectos políticos Pasadas las expectativas exageradas, estamos en
condiciones de desenredar esa ilusión y preguntarnos si realmente Internet ha
aumentado la esfera pública, hasta qué punto ha hecho posible nuevas formas de
participación, ampliando el poder de la gente frente al de las élites. Sin
dejar de reconocer las capacidades de la red, podemos examinar críticamente las
promesas del ciberutopismo, esa ingenua creencia en la naturaleza
inexorablemente emancipadora de la comunicación on line que desconoce sus
límites o incluso su lado oscuro. Me parece que estos equívocos se pueden
sintetizar en torno a la concepción de la técnica, del poder y de la democracia
que subyacen en el sueño de la democracia digital. Para el caso concreto de las
tecnologías de la información y la comunicación vale también la constatación de
que el entusiasmo ante la tecnología ha simplificado la visión de sus efectos políticos,
ha exagerado sus posibilidades y ha minimizado sus limitaciones. Buena parte de
nuestra perplejidad ante los límites o las ambigüedades de los procesos
sociales tecnológicamente posibilitados se debe a no haber entendido que
cualquier innovación técnica se lleva a cabo en un contexto social y tiene unos
efectos sociales que varían en función del contexto en que se despliegan. La
información no fluye en el vacío sino en un espacio político que ya está
ocupado, organizado y estructurado en términos de poder. De haber tenido esto
suficientemente en cuenta, no habríamos caído en la ingenuidad de pensar que
una tecnología tan sofisticada como Internet produce idénticos resultados en
países diversos. El otro principio que ha venido dándose por supuesto aseguraba
que las redes globales constituyen un movimiento contrario a la concentración
de poder, que desequilibra la autoridad de las élites y tiende a anular las
asimetrías establecidas. Ahora bien, ¿hasta qué punto es tan abierta la
arquitectura de Internet? ¿Es verdad que los ciudadanos son más escuchados en
el ciberespacio, que las redes descentralizan las audiencias, favorecen la
flexibilidad de las organizaciones y posibilitan la desintermediación de la
actividad política? Los gatekeepers (que filtran en los canales de la
información y condicionan nuestras decisiones) siguen formando parte de nuestro
paisaje social y político. Hay quien sostiene, incluso, que la concentración de
la audiencia es mayor en la red que en los medios tradicionales. No hay necesariamente
más objetividad ni menos partidismo en el espacio abierto de Internet que en el
de los medios tradicionales. El hecho de que el poder esté descentralizado o
sea difuso, no significa que haya menos poder, que seamos más libres y la
democracia de mejor calidad. Es una ingenuidad pensar que Internet favorece
siempre y necesariamente al oprimido Internet no elimina las relaciones de
poder sino que las transforma. En la Red sigue habiendo asimetrías; es una
ingenuidad pensar que Internet favorece siempre y necesariamente al oprimido
frente al opresor. La razón más importante que explica la persistencia de
relaciones de poder en la red es estructural, reside en su propia arquitectura.
Para comprender la infraestructura del poder en Internet hay que tener en
cuenta que su naturaleza conectiva determina el contenido que los ciudadanos
ven, en virtud de lo cual no todas las elecciones son iguales. Esto no es
debido a normas o leyes sino a las decisiones que están en el diseño de
Internet y que determinan lo que les está permitido o no a los usuarios. La
topología link que regula el tráfico de la Red hace de Internet algo menos
abierto de lo que se espera o teme. Existe una jerarquía estructural debida a
los hyperlinks, una jerarquía económica de las grandes corporaciones como
Google o Microsoft y una jerarquía social porque un cierto tipo de
profesionales están sobrerrepresentados en la opinión on line. Las opciones son
estrictamente predefinidas y dejan de lado alternativas en ocasiones más
importantes. Aunque en principio sea posible que los individuos controlen esas
opciones, sólo una minoría es capaz de hacerlo. El actual imperialismo cultural
no es una cuestión de contenido sino de protocolos. Aquí se juega la cuestión
de la neutralidad de la Red: la influencia que se ejerce sobre los usuarios no
está en el contenido sino en el marco. Es en este nivel en el que se
estructuran nuestros modos de buscar y encontrar, de explorar y comprar; se
trata de una influencia que condiciona nuestros hábitos y que, en esa misma
medida, puede ser considerada como expresión de una ideología. El valor supremo
de esta ideología es la "libre expresión" y guarda un sospechoso
parecido con los valores de la desregulación, la libertad de circulación o la
transparencia entendidos de manera neoliberal. Y por eso mismo esos valores son
difícilmente asumibles en otras culturas, pero también en países democráticos
que, como Francia y Alemania, tratan de impedir el acceso, por ejemplo, a
páginas antisemitas. El activismo digital tiene ya unos años y nos permite
obtener algunas experiencias. La fundamental es que hemos de distinguir la
función crítica y desestabilizadora de la capacidad de construcción
democrática. El ejemplo de las revueltas árabes pone de manifiesto que derribar
no es construir, que la descentralización no es una condición suficiente para
el éxito de las reformas políticas; el hecho de que Obama haya sido mejor
candidato que presidente debería servir para controlar la fascinación que la
Red ha ejercido sobre quienes parecen haber olvidado que ganar unas elecciones
no es lo mismo que gobernar, del mismo modo que comunicar bien tampoco equivale
a tomar las decisiones oportunas. El hecho de que la Red esté destruyendo
barreras, debilitando el poder de las instituciones y los intermediarios, no
debería llevarnos a olvidar que el buen funcionamiento de las instituciones es
fundamental para la preservación de las libertades. Esta es la razón de que
Internet pueda facilitar la destrucción de regímenes autoritarios pero no sea tan
eficaz a la hora de consolidar la democracia. El acceso a los instrumentos de
democratización no equivale a la democratización de una sociedad. La irrupción
de Internet va a modificar profundamente la política, que ya no puede ser
practicada como hasta ahora. Al mismo tiempo, no deberíamos caer en esa
beatería digital que parece desconocer sus ambivalencias. El hecho de que
Internet se base en la facilidad y en la confianza constituye también su
vulnerabilidad; facilita la resistencia, la crítica y la movilización, pero nos
expone de una manera inédita a nuevos riesgos. Ciertos fenómenos como la deriva
de la economía en economía financiera o la difusión de contravalores y errores
forman parte también de esa cara de la Red que algunos llaman oscura pero que
yo preferiría calificarla como arriesgada. Ahora bien, ¿cuándo hemos tenido los
seres humanos un instrumento cuyas capacidades de emancipación no incluyeran
posibilidades de autodestrucción? Gobernar significa precisamente fomentar
aquellas capacidades y dificultar o prevenir estas posibilidades. Daniel
Innerarity es catedrático de Filosofía, investigador "Ikerbasque" en
la Universidad del País Vasco y director del Instituto de Gobernanza
Democrática. Acaba de publicar La democracia del conocimiento en Paidós.
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